Todo es oscuridad a mi alrededor. Vivo en un mundo sin
color porque la luz me ha sido prohibida. Sin embargo, la mayor parte de mi
vida ha transcurrido bajo la cálida caricia de los rayos del sol y aunque los
demás me llamen loco, no he podido olvidar la luz del amanecer.
Busco
desesperadamente en esta negrura algo que pueda semejarse, aunque sea de una
forma ínfima a la claridad del día, pero todo es lúgubre en comparación.
La luna llena
brillando en las quietas aguas del lago no deja de ser un pálido reflejo del
sol y, sólo cuando se desencadena una tormenta, puedo entrever, durante un
instante, el mundo bajo la luz de los relámpagos.
Pero no es
suficiente. Yo no quiero pertenecer a las tinieblas, quiero ir a la luz. ¿Quién
me ha condenado a esta existencia de fría oscuridad, de soledad eterna? ¿Por
qué se me impide contemplar el color verde de los prados? ¿ o el intenso rojo
del cielo durante el ocaso?
No voy a vacilar
más. No puedo renunciar para siempre a la luz como han hecho los demás. Yo
abandonaré esta vida fría, miserable…
¡La he
encontrado! Un pequeño sol de luz blanca, cálida. Tengo que acercarme más. En
torno a ella, las tinieblas retroceden, pero yo no me retiraré. Su brillo me
fascina y, a pesar del ardiente calor que irradia, no puedo dejar de tocarla.
Estoy envuelto en el resplandor y es tal mi embeleso que siento deseos de
bailar a su alrededor.
Poco a poco mis
alas se van quemando con el calor, pero no voy a regresar a la oscuridad. Si la
comunión con la luz significa mi muerte, que así sea. Prefiero morir consumido
por las llamas de mi propio deseo a continuar viviendo atormentado por un anhelo
nunca satisfecho.
Sin alas para
sostenerme en el aire, he caído sobre la tierra húmeda. Sin embargo, lo último
que han de ver mis ojos, son los primeros rayos del amanecer.
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