En un monasterio enclavado en un enorme peñasco que surgía del
fondo del mar, vivía Jonás, un monje que
no sabía cantar. La congregación a la que pertenecía había consagrado su
existencia a cantar alabanzas al Señor, pero él no podía unir su voz a la de
sus hermanos y eso le entristecía profundamente.
Había intentado
aprender a cantar muchas veces, pero todo era inútil. Siempre desentonaba
y no conseguía seguir el ritmo de los
demás. Sus hermanos de congregación eran bondadosos y jamás se burlaban de él, pero Jonás sufría porque no podía elevar su
voz al cielo.
Un día el abad le
llamó a su presencia y le dijo:
“Hijo mío, no debes
afligirte por no poder cantar con tus hermanos. Busca otra forma de agradar al
Señor y volverás a sentir alegría”.
Pero Jonás le
respondió:
“Padre, he
intentado escribir la Palabra de Dios,
embelleciendo cada una de las letras con pan de oro, pero al escuchar el canto
de mis hermanos, sólo consigo que haya
más oro en mis dedos que en el papel”.
El buen abad
asintió sin decir nada. Y Jonás continuó:
“Si ayudo al
hermano Leandro en la cocina y escucho las voces que llegan de la capilla,
rompo más escudillas de las que consigo fregar y si me pongo a cavar en el
huerto, casi siempre acabo rompiendo la azada con alguna roca. No, Padre. Yo
quiero cantar al Señor con los demás y encontraré la forma de hacerlo
algún día”.
El abad volvió a asentir compasivo y le dejó marchar.
Y Jonás prosiguió
con sus tareas habituales y, aunque le encantaba esa vida sosegada del
monasterio y se sentía feliz con sus hermanos, a los que amaba entrañablemente,
notaba un vacío en su interior.
Los días y las
noches transcurrían con lentitud en la tranquila congregación pero, un día de
otoño, después de vísperas, Jonás encontró sobre el muro del huerto una alondra
medio muerta de agotamiento. El joven la cogió entre sus manos con ternura y se
la llevó a su celda. Allí le dio agua y comida y le hizo una especie de nido
con la manga de uno de sus hábitos.
Todos los días, Jonás
sacaba al pájaro al sol y le daba gusanos y semillas de las malas hierbas que
arrancaba de la huerta. Pronto, la alondra comenzó a recuperar las fuerzas y,
quizá como muestra de agradecimiento, comenzó a cantar. Eso alegró enormemente
a su cuidador que intentó imitar sus
trinos. Pero el canto de la alondra era demasiado agudo y Jonás no conseguía
alcanzar sus notas.
En el monasterio
todos querían al pajarillo y buscaban debajo de las piedras y entre las grietas
del muro, los insectos que más le gustaban. El abad se pasaba la noche pensando
en algún nombre adecuado para él y el hermano que se ocupaba del herbario, le
había construido un pequeño estanque para que se bañara.
Jonás, a pesar de
que no había logrado cantar como la alondra, adoraba al pajarillo y cuando
terminaba sus tareas se sentaba cerca de él para oírle cantar pero, una mañana
soleada, la alondra se alejó volando del monasterio y no regresó.
Entonces, Jonás acudió
al abad:
“Padre, ¿acaso no
he cuidado bien de él? ¿Es que no sabía cuánto le quería?
El abad apoyó la
mano en su hombro y contestó:
“No, hijo. No se ha
marchado por eso. Tú estás con tus hermanos y no te sientes solo, pero la
alondra no tenía a ninguno de los suyos a su lado y por eso ha tenido que
partir. Tú le has ayudado y eso debería hacerte feliz”.
Jonás asintió y se
alejó cabizbajo. Sabía que el abad tenía razón pero iba a echar mucho de menos
a su amiga alondra.
El otoño estaba a
punto de acabar y el convento bullía de actividad con los preparativos para
celebrar la Navidad. Todo el mundo corría de un sitio para otro, los fogones de
la cocina parecían a punto de explotar y nadie tenía tiempo ni para pensar.
Pero una noche, Jonás
se acostó en su catre muy cansado y de pronto, se dio cuenta de que no era
capaz de recordar el canto de la alondra. Perdido el sueño, salió de su celda y
se puso a pasear junto al mar. A la luz de la luna vislumbró una silueta
inmensa y al acercarse vio que era una ballena que se dejaba mecer por las olas
que rompían en la orilla.
Sin ningún temor,
Jonás se metió en el agua, avanzó hasta llegar junto a ella y la observó
atentamente. La ballena le miró también y se giró para que el monje viera la
cuerda que salía de su boca y se enredaba entorno a ella. Jonás deshizo los
nudos y luego apoyó las manos en las mandíbulas del animal para hacerle abrir
la boca. Sin dudarlo, se metió dentro y tanteando dio con el arpón que estaba
clavado en su interior. Con mucho cuidado tiró de él hasta desprenderlo y salió
de la boca de la ballena. Ésta le rozó suavemente con su cuerpo, mostrándole su
agradecimiento, luego se adentró en el mar y desapareció.
Tres noches más
tarde, Jonás oyó una música muy dulce que provenía del mar y bajó hasta la
orilla. Allí encontró a la ballena a la que había ayudado varias noches atrás,
dando vueltas cerca de la playa. El monje avanzó hasta que el agua le cubrió el
pecho y entonces, la ballena le acercó la aleta y él subió por ella hasta
acomodarse en el enorme cuerpo del animal. La ballena comenzó a alejarse de la
orilla nadando cada vez más de prisa. Después de un tiempo que Jonás no fue
capaz de determinar, el animal se quedó quieto y el joven miró a su alrededor.
Allá donde su vista alcanzaba, veía cientos de ballenas flotando en el agua.
De pronto,
comenzaron a cantar y una música maravillosa le envolvió. Parecía como si el
mar mismo entonara ese cántico que hablaba de todos los seres que poblaban la Tierra.
Era un himno de alegría, de agradecimiento por poder disfrutar de las maravillas
de la Creación y de amistad entre todos los seres vivos. Y Jonás, sin darse
cuenta, se unió a él y su voz era melodiosa.
Jonás cantó con las
ballenas hasta que las primeras luces del amanecer se alzaron en el horizonte.
Después su amiga ballena le devolvió al monasterio y allí, junto a la orilla le
esperaban todos sus hermanos con el abad al frente.
Le recibieron
llenos de alegría al verle regresar sano y salvo y el abad le tomó en sus
brazos y le estrechó con fuerza. Después, escuchó con atención su relato y cuando
terminó, le dijo:
“Jonás, el Señor te
ha concedido el don que tanto anhelabas porque ayudaste a sus criaturas sin
esperar nada a cambio”.
El monje sonrió y
asintió.
A partir de ese
momento, la voz de Jonás se unió a las de sus hermanos cantando alabanzas al Señor
y jamás volvió a sentir un vacío en su interior.
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