domingo, 4 de noviembre de 2012

EL CANTO DE LAS BALLENAS

 
 
           En un monasterio enclavado en un enorme peñasco que surgía del fondo del mar,  vivía Jonás, un monje que no sabía cantar. La congregación a la que pertenecía había consagrado su existencia a cantar alabanzas al Señor, pero él no podía unir su voz a la de sus hermanos y eso le entristecía profundamente.
          Había intentado aprender a cantar muchas veces, pero todo era inútil. Siempre desentonaba y  no conseguía seguir el ritmo de los demás. Sus hermanos de congregación eran bondadosos y jamás se burlaban de él,  pero Jonás sufría porque no podía elevar su voz al cielo.
          Un día el abad le llamó a su presencia y le dijo:
          “Hijo mío, no debes afligirte por no poder cantar con tus hermanos. Busca otra forma de agradar al Señor y volverás a sentir alegría”.
          Pero Jonás le respondió:
          “Padre, he intentado escribir la  Palabra de Dios, embelleciendo cada una de las letras con pan de oro, pero al escuchar el canto de mis hermanos,  sólo consigo que haya más oro en mis dedos que en el papel”.
          El buen abad asintió sin decir nada. Y Jonás continuó:
          “Si ayudo al hermano Leandro en la cocina y escucho las voces que llegan de la capilla, rompo más escudillas de las que consigo fregar y si me pongo a cavar en el huerto, casi siempre acabo rompiendo la azada con alguna roca.  No, Padre. Yo  quiero cantar al Señor con los demás y encontraré la forma de hacerlo algún día”.
          El abad  volvió a asentir compasivo y le dejó marchar.
          Y Jonás prosiguió con sus tareas habituales y, aunque le encantaba esa vida sosegada del monasterio y se sentía feliz con sus hermanos, a los que amaba entrañablemente, notaba un vacío en su interior.
          Los días y las noches transcurrían con lentitud en la tranquila congregación pero, un día de otoño, después de vísperas, Jonás encontró sobre el muro del huerto una alondra medio muerta de agotamiento. El joven la cogió entre sus manos con ternura y se la llevó a su celda. Allí le dio agua y comida y le hizo una especie de nido con la manga de uno de sus hábitos.
          Todos los días, Jonás sacaba al pájaro al sol y le daba gusanos y semillas de las malas hierbas que arrancaba de la huerta. Pronto, la alondra comenzó a recuperar las fuerzas y, quizá como muestra de agradecimiento, comenzó a cantar. Eso alegró enormemente a su cuidador  que intentó imitar sus trinos. Pero el canto de la alondra era demasiado agudo y Jonás no conseguía alcanzar sus notas.
          En el monasterio todos querían al pajarillo y buscaban debajo de las piedras y entre las grietas del muro, los insectos que más le gustaban. El abad se pasaba la noche pensando en algún nombre adecuado para él y el hermano que se ocupaba del herbario, le había construido un pequeño estanque para que se bañara.
          Jonás, a pesar de que no había logrado cantar como la alondra, adoraba al pajarillo y cuando terminaba sus tareas se sentaba cerca de él para oírle cantar pero, una mañana soleada, la alondra se alejó volando del monasterio y no regresó.
          Entonces, Jonás acudió al abad:
          “Padre, ¿acaso no he cuidado bien de él? ¿Es que no sabía cuánto le quería?
          El abad apoyó la mano en su hombro y contestó:
          “No, hijo. No se ha marchado por eso. Tú estás con tus hermanos y no te sientes solo, pero la alondra no tenía a ninguno de los suyos a su lado y por eso ha tenido que partir. Tú le has ayudado y eso debería hacerte feliz”.
          Jonás asintió y se alejó cabizbajo. Sabía que el abad tenía razón pero iba a echar mucho de menos a su amiga alondra.
          El otoño estaba a punto de acabar y el convento bullía de actividad con los preparativos para celebrar la Navidad. Todo el mundo corría de un sitio para otro, los fogones de la cocina parecían a punto de explotar y nadie tenía tiempo ni para pensar.
          Pero una noche, Jonás se acostó en su catre muy cansado y de pronto, se dio cuenta de que no era capaz de recordar el canto de la alondra. Perdido el sueño, salió de su celda y se puso a pasear junto al mar. A la luz de la luna vislumbró una silueta inmensa y al acercarse vio que era una ballena que se dejaba mecer por las olas que rompían en la orilla.
          Sin ningún temor, Jonás se metió en el agua, avanzó hasta llegar junto a ella y la observó atentamente. La ballena le miró también y se giró para que el monje viera la cuerda que salía de su boca y se enredaba entorno a ella. Jonás deshizo los nudos y luego apoyó las manos en las mandíbulas del animal para hacerle abrir la boca. Sin dudarlo, se metió dentro y tanteando dio con el arpón que estaba clavado en su interior. Con mucho cuidado tiró de él hasta desprenderlo y salió de la boca de la ballena. Ésta le rozó suavemente con su cuerpo, mostrándole su agradecimiento, luego se adentró en el mar y desapareció.
          Tres noches más tarde, Jonás oyó una música muy dulce que provenía del mar y bajó hasta la orilla. Allí encontró a la ballena a la que había ayudado varias noches atrás, dando vueltas cerca de la playa. El monje avanzó hasta que el agua le cubrió el pecho y entonces, la ballena le acercó la aleta y él subió por ella hasta acomodarse en el enorme cuerpo del animal. La ballena comenzó a alejarse de la orilla nadando cada vez más de prisa. Después de un tiempo que Jonás no fue capaz de determinar, el animal se quedó quieto y el joven miró a su alrededor. Allá donde su vista alcanzaba, veía cientos de ballenas flotando en el agua.
          De pronto, comenzaron a cantar y una música maravillosa le envolvió. Parecía como si el mar mismo entonara ese cántico que hablaba de todos los seres que poblaban la Tierra. Era un himno de alegría, de agradecimiento por poder disfrutar de las maravillas de la Creación y de amistad entre todos los seres vivos. Y Jonás, sin darse cuenta, se unió a él y su voz era melodiosa.
          Jonás cantó con las ballenas hasta que las primeras luces del amanecer se alzaron en el horizonte. Después su amiga ballena le devolvió al monasterio y allí, junto a la orilla le esperaban todos sus hermanos con el abad al frente.
          Le recibieron llenos de alegría al verle regresar sano y salvo y el abad le tomó en sus brazos y le estrechó con fuerza. Después, escuchó con atención su relato y cuando terminó, le dijo:
          “Jonás, el Señor te ha concedido el don que tanto anhelabas porque ayudaste a sus criaturas sin esperar nada a cambio”.
          El monje sonrió y asintió.
          A partir de ese momento, la voz de Jonás se unió a las de sus hermanos cantando alabanzas al Señor y jamás volvió a sentir un vacío en su interior.


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