miércoles, 8 de mayo de 2013

EL HOMBRE DE LA CAVERNA

 
Amanecía un día más. El rayo de luna que cada mañana se filtraba a través de la montaña de rocas, hizo brillar las gotas de agua que se deslizaban lentamente por las paredes de la caverna. Aspiró profundamente el aire frío y húmedo y esta vez, apenas notó la sensación de opresión que le había atormentado durante los primeros días de encierro.
          Comenzó a deslizar los dedos por la superficie rocosa, intentando tranquilizarse con su frescura, con su suavidad; pero en seguida tuvo que hincar las uñas con todas sus fuerzas para contener los temblores que le acometieron una vez más.
          Durante unos instantes le pareció que los nudillos iban a atravesarle la piel y que no había bastante aire en la cueva para llenar sus pulmones, pero poco a poco dominó el espasmo y consiguió levantarse y acercarse a la entrada que permanecía cerrada con una losa de piedra. A pesar de la casi completa oscuridad que reinaba, su paso no vaciló pues conocía cada oquedad, cada recodo de su nuevo hogar.
Sólo tuvo que abrir una rendija para que el zumbido de los insectos le ensordeciera. Aún era temprano, la temperatura no era lo suficientemente elevada para adormecerlos. Debía aguardar algunas horas, antes de salir a buscar su comida bajo un calor casi asfixiante.
Y su alimento eran los insectos, los mismos seres que habían destruido a la Humanidad. Pero esa no era la verdad, tuvo que reconocer para sí. Los culpables no habían sido los insectos, sino los propios humanos. La necesidad de crear más alimentos y a bajo coste había propiciado el empleo cada vez más abusivo de pesticidas químicos para terminar con las plagas de las cosechas. Pero nadie había pensado en que los insectos eran más y más resistentes a estos pesticidas. De esta forma hubo que utilizar mayores cantidades de productos tóxicos  que, a su vez, contaminaban las propias cosechas, los ríos y los mares.
          Y así, poco a poco, los alimentos comenzaron a escasear y los insectos se propagaron hasta tal punto que resultó imposible vivir en la superficie de la Tierra, pues las nubes que formaban eran capaces de asfixiar a una persona o a cualquier otro animal. Sí, no sólo éramos culpables de la extinción de la humanidad sino de la de casi todos los mamíferos y aves que poblaban la Tierra.
          Una vez más apretó con fuerza los puños y golpeó la pared una y otra vez como si el dolor pudiera hacerle olvidar la situación en la que se encontraba. Solo en un mundo prohibido a los hombres, quizá el único superviviente de una especie que había desencadenado su propio fin. Jamás oiría el sonido de otra voz, jamás sentiría el cálido contacto de otra piel contra la suya.
Los golpes cesaron poco a poco, no podía perder la esperanza. Alguien más podía haberse salvado igual que él. Pero en qué lugar del mundo, quizá a miles de kilómetros de distancia de allí. Y él no podía viajar, sólo podía alejarse de su cueva un par de kilómetros bajo el sol abrasador, antes de regresar a su refugio. En todo caso, debía estar en su cueva, a salvo tras la losa, antes de que la temperatura comenzara a bajar, ya que en ese momento, los insectos se pondrían de nuevo en movimiento,  acabando con la vida de cuantos se encontraran en campo abierto.
          Otra vez se acercó a la losa y escuchó. El estruendo había comenzado a menguar, faltaba poco tiempo para que pudiera salir. Regresó al lugar donde dormía y se cubrió todo el cuerpo con telas que comenzaban a convertirse en harapos, a pesar de que las zurcía una y otra vez.
          Por fin salió a la luz del día, bajo un calor abrumador, que hacía que su espalda se inclinara de forma involuntaria. Fue recogiendo saltamontes que se encontraban inertes sobre las amarillentas hierbas; hormigas que apenas se movían cuando levantaba las piedras y escarabajos de gruesos caparazones que se habían convertido en sus favoritos.
          Cargado con su comida regresó a la entrada de la caverna y preparó un fuego. Lo hizo, golpeando dos piezas de hierro porque las cerillas que había conservado eran demasiado valiosas para malgastarlas, aunque le llevara mucho tiempo lograr que prendieran las secas ramitas con la chispa que lograba provocar con las dos piezas de metal.
          Esta vez, sin embargo, un fino hilillo de humo se elevó la segunda vez que consiguió producir una chispa y se sintió orgulloso de su recién adquirida pericia.
          Encima del fuego, colocó una piedra lisa y delgada y cuando se calentó comenzó a cubrirla de insectos. Había empezado a comer cuando, entre el crepitar del fuego, oyó un sonido muy tenue, un sonido que hacía apenas unos meses no habría sido capaz de percibir. Pero ahora, sus sentidos se habían agudizado y volvió a escucharlo por segunda vez.
          Bajo un matorral medio seco distinguió un cuerpecillo tembloroso que le observaba. Sintió que el corazón comenzaba a latirle con rapidez. No era posible que un perro tan pequeño, tan frágil hubiese sobrevivido. Se levantó muy despacio y avanzó hacia él con movimientos tranquilos para no asustarlo, pero el perro comenzó a retroceder y cuando intentó avanzar algo más de prisa se dio la vuelta y huyó. Le persiguió unos minutos pero en seguida tuvo que parar pues estaba empapado de sudor y parecía que respiraba fuego en lugar de aire. Entrecerró los ojos para protegerlos del brillo cegador del sol e intentó distinguir al perro, pero éste ya había desaparecido.
Mientras regresaba  sintió que sus ojos se humedecían y las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas. Tan necesitado de compañía se encontraba que ver desaparecer a un perrillo escuálido le hacía llorar.
          Al día siguiente, apenas logró esperar a que el calor de medio día adormeciera a los insectos para salir a buscar al perro. Recogió varios escarabajos de los más grandes y, encendiendo el fuego con una de sus preciosas cerillas, los asó. Confiaba en que el olor atrajera al perro como había sucedido el día anterior.
          Esperó aproximadamente una hora, prestando atención a cada sonido y oteando las amarillentas praderas que se extendían a su alrededor, pero el perro no apareció.
          Lleno de angustia, cogió un puñado de escarabajos y comenzó a andar sin rumbo, al tiempo que silbaba para atraer al animal. Era un silbido con una nota aguda y otra grave que había aprendido hacía mucho tiempo, cuando su mejor amigo era un perro marrón y blanco, que le seguía a todas partes.
          Caminó durante más tiempo del que era prudente, pero no podía volver atrás. Le parecía que toda  su cordura dependía de que lograra dar con el perrillo. No sería capaz de soportar otra vez la soledad, después de haber estado a punto de encontrar a un compañero.
          El sol declinó lentamente y sus hombros cayeron hacia delante en un gesto de desesperación. Si quería sobrevivir tenía que regresar ya. Dejó caer los insectos, que había estado apretando en su mano sin darse cuenta, y tomó el camino de vuelta a la cueva. Un crujido le hizo girar la cabeza y vio asombrado al perro comiéndose uno de los escarabajos que había tirado.
          Esta vez debía ser más cauteloso, no podía permitir que escapara de nuevo. Se agachó y muy despacio le ofreció otro insecto. El perro lo miró un momento y luego se acercó y aceptó su regalo. Poco a poco acercó la mano para que el animal la oliera y luego comenzó a acariciarle el pecho y la cabeza. Entonces por fin pudo observarlo de cerca, se trataba de un perro de color canela, muy delgado y con el pelaje desigual, que tenía una oreja levantada y la otra caída. Y mientras regresaba a su cueva, seguido por el perro, se sintió más feliz de lo que recordaba haberse sentido en mucho tiempo.
          Llegó a su refugio justo a tiempo y esta vez al cerrar la losa de piedra no le invadió la angustia que le embargaba en otras ocasiones al saberse encerrado en la total oscuridad. Ahora tenía junto a él otro cuerpo cálido al que podía acariciar,  con el que podía hablar.
          Encendió un pequeño fuego y dio agua al perro, del manantial que manaba de una hendidura de la pared de roca. Éste bebió durante mucho tiempo y luego, le lamió las manos y la cara y, esta muestra de afecto le conmovió profundamente sin saber porqué. Esa noche durmió con el perrillo acurrucado contra su costado, para darse mutuamente calor, y su sueño no fue interrumpido por ninguna pesadilla.
          El encuentro con el perro cambió por completo su vida. Ya no le importaba permanecer largas horas encerrado en la caverna porque aprovechaba la espera para cepillarlo con un viejo peine o para limpiarle los dientes con palitos flexibles o para contarle largas historias que el animal parecía escuchar con suma atención.
          Todos los días, a pesar del calor, recorrían amplias extensiones de terreno buscando los insectos más apetitosos o jugando a perseguirse y cuando regresaban agotados, asaba los alimentos y los compartía con su nuevo compañero, sintiéndose afortunado de seguir vivo.
          Una tarde de calor más agobiante de lo habitual, decidió ir por una zona de espinos porque había sombra y, mientras el chucho jugaba con una hoja que arrastraba la brisa, él se dedicó a buscar rábanos.
Ya había recogido tres cuando oyó el gemido del perro. Una roca sobre la que había saltado se había desprendido y el animal colgaba de unas finas ramas sobre un escarpado precipicio. Corrió hacia él intentando alcanzarle, pero estaba muy abajo. Entonces se inclinó todo lo que pudo mientras se sujetaba con los pies de un matorral y, por fin, pudo cogerlo en sus brazos. Sin embargo, no podía retroceder sin ayudarse de las manos y eso implicaba soltar al perro.
El arbusto al que estaba sujeto comenzó a desgajarse y él comprendió que no podía esperar más. En un instante recordó cómo había sido su vida antes de encontrar al perro. La soledad, las largas noches en vela, la opresión que le invadía cuando cerraba la losa de su cueva. ¿Podía renunciar al amor que le había proporcionado su compañero?
Abrazó con más fuerza al animal y cerró los ojos cuando las ramas del arbusto cedieron y ambos se precipitaron al vacío.

10 comentarios:

  1. Fina. WUUAAUU Minu esta genial, dime que hay mas capitulos, mil gracias por tu trabajo, por compartir, besos, chao

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    1. Hola, Fina. Los que tengo aquí son relatos cortos, no continúan, pero me alegro de que te haya gustado. Besoss.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    1. Hola, Billy. Has conseguido captar todo lo que quería expresar con este relato, incluso la referencia a las cavernas. Y no sabes cuánto te agradezco esas palabras tan amables, me han hecho sentir genial, sabiendo que he podido transmitirte todos esos sentimientos.
      Ese libro de Jack London no lo conozco, pero lo leeré, que ya has despertado mi curiosidad y además, el autor me gusta mucho.
      Besoss.

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    2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    3. Muchas gracias por pasarme el libro, Billy. En cuanto tenga un ratito lo leeré. Besoss.

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  3. Hola, Minu. Hermoso y triste relato. Estoy de acuerdo con Billy en que logras transmitir a la perfección la soledad, la desesperación y la necesidad de contacto del protagonista.
    Perturbador futuro el que presentas, más si piensas que es probable que la humanidad tenga un fin tan desolador.
    Gracias por compartir este relato.
    Besos

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    1. Hola, Ana. Yo creo que al paso que vamos, va a ser un futuro bastante creíble. Aunque espero equivocarme. Besoss.

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  4. Fina. Hola Minu esta genial la portada con todos esos gatitos y el fondo con el esqueleto de los peces, muy buena, besos, chao

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