viernes, 14 de junio de 2013

DIOS DE LÁGRIMAS




Moví la mano y acaricié la cálida arena que se pegaba a mis dedos. Poco a poco, abrí los ojos y miré a mi alrededor. Nada de lo que veía me resultaba familiar, excepto el mar. El mar siempre me tranquilizaba. Al instante me pregunté por qué sabía eso si ni siquiera podía recordar quién era. Estaba desnudo y empapado y, sin duda, había sido arrojado a la playa por la marea. Pero, ¿qué hacía en el mar? ¿Acaso era un pescador atrapado en una tormenta y arrebatado de mi barca por una ola? Probablemente.

          Un ruido me alejó de mis cavilaciones y me volví en esa dirección. La playa estaba rodeada por rocas oscuras y brillantes y, entre ellas, vi a un niño que me miraba lleno de asombro. Intenté acercarme a él, pero súbitamente aterrado se dio la vuelta y huyó.

          Al poco rato, aparecieron varias personas, vestidas con túnicas blancas y con coronas de retama, que se acercaron a mí haciendo reverencias y exclamando:

          - Por fin has llegado.

          - Te esperábamos, Salvador.

          Yo me quedé asombrado. ¿Acaso me conocían? ¿Por qué me llamaban Salvador?

          - Estáis equivocados. Yo no soy quien vosotros creéis.

          Un anciano se adelantó.

          - Se nos ha anunciado que el Salvador vendría del mar desnudo, sin posesión alguna. Él saciará nuestra hambre y aplacará nuestra sed.

          - Yo no soy ningún salvador, os lo aseguro.

          - Entonces, ¿de dónde vienes? ¿Por qué estas desnudo en esta playa?

          No pude responder a estas preguntas aunque, en mi interior, sabía que era un hombre sencillo, sin ningún poder para salvar a nadie.

          El anciano cogió una túnica que llevaba una muchacha y me la ofreció. Cuando me hube vestido, me colocó una corona de retama en la cabeza y entre todos me arrastraron hasta su pueblo.

          Yo estaba confundido. ¿Era posible que alguien hubiera profetizado mi llegada? No, todo era fruto de la casualidad y yo solamente era un desafortunado pescador arrojado al mar por la furia de las olas.

          En el pueblo todos me miraban con una mezcla de respeto y anhelo, como si creyeran que, en cualquier momento, fuese a realizar un milagro. Me condujeron a una pequeña choza circular y todos los habitantes del poblado fueron acercándose con ofrendas.

          Una vez más intenté convencerlos de su error, pero fue imposible y continuó la peregrinación hasta que anocheció. Cuando por fin me quedé solo, salí a pasear bajo la luz de la luna pues necesitaba pensar, intentar recordar.

          Sin darme cuenta me dirigí a la playa y allí, entre las sombras que proyectaban las rocas, vi a alguien arrodillado en la arena. Me aproximé y reconocí al niño que había huido de mí esa tarde. Estaba haciendo un agujero en la arena y al oírme se sobresaltó.

          - No tengas miedo. ¿Qué haces aquí a estas horas?

          El niño se tranquilizó y dirigió la mirada hacia un bulto que yo no había visto hasta entonces.

          - Quiero enterrar a mi cachorro. Se ha muerto porque no teníamos bastante comida para él.

          Miré el cuerpecillo inerte y sentí una profunda emoción. Acaricié el suave pelaje del animal y una lágrima se fue deslizando por mi mejilla hasta caer sobre el perro. En ese instante, el animal lanzó un suspiro y se incorporó.

          - ¡Has conseguido que viviera de nuevo! - exclamó el niño lleno de alegría.

          - No, yo no he hecho nada. Probablemente, la debilidad le hizo perder el conocimiento y la brisa de la noche le ha despertado - intenté explicarle, pero el muchacho reía abrazado a su perrillo sin hacerme el menor caso. Por fin, se me ocurrió una idea para evitar que propagara la noticia.

          - Ven conmigo a mi cabaña y te daré algo de comida para tu perro.

          Antes de que se marchara le hice prometer que no diría nada de lo que había pasado en la playa. La explicación que di al muchacho de la aparente resurrección del perro, me satisfizo a mí completamente y no volví a pensar en el asunto.

          Los siguientes días transcurrieron sin que lograra recordar nada de mi pasado. Aún seguía recibiendo ofrendas, a pesar de que yo no quería aceptarlas, pues sabía que apenas tenían alimentos y lo que me traían significaba que alguien se quedaría sin comer ese día.

          Una sequía pertinaz había arrasado las cosechas e incluso comenzaba a escasear el agua para beber. La tierra estaba seca y agrietada y los pocos animales que aún sobrevivían parecían esqueletos.  

          Muchas veces mientras paseaba entre matorrales amarillentos había visto el pozo seco con la máquina de perforar abandonada tras muchos esfuerzos infructuosos, y un día me paré junto al pozo y comencé a empujar de la palanca que hacía penetrar en la tierra la cuña de hierro. Empujé durante mucho tiempo, hasta que noté el sabor salado del sudor en mis labios, hasta que mis ojos se llenaron de lágrimas de impotencia y en ese momento, un gorgoteo me llamó la atención y vi el agua surgiendo de las entrañas de la tierra.

          El agua subió desbordando el pozo y llenando las acequias cercanas, que surtían de agua las cosechas. Durante un segundo, me quedé perplejo. ¿Sería posible que yo fuera quien ellos creían? Pero en seguida me convencí de que los campesinos habían desesperado demasiado pronto y que si hubieran persistido un poco más en su empeño, habrían visto recompensados sus desvelos.

          Regresé a mi cabaña sin decir nada pero poco después llegó el anciano que gobernaba el pueblo.

          - Has comenzado a realizar tus prodigios tal y como esperábamos.

          - No, anciano. Lo que yo he hecho podría haberlo conseguido cualquiera con un poco de esfuerzo.

          El anciano movió la cabeza sonriendo y se marchó antes de que pudiera decir nada más. Poco después apareció Marai, la muchacha que siempre me traía la comida. Era hermosa y muy dulce y, casi sin darme cuenta, había comenzado a anhelar su presencia, pues sólo con ella y con el niño del perrillo - que venía cada noche a recoger la comida prometida -, podía conversar sin tener al impresión de que todo cuanto decía era tomado como una especie de doctrina que había que seguir al pie de la letra.

          - El agua ha comenzado a regar los cultivos - me dijo con una sonrisa llena de ternura.

          - No he hecho ningún milagro, si es eso lo que piensas.

          - Da igual cómo haya sucedido, lo importante es que pronto surgirán brotes frescos con los que alimentar al ganado.

          Entonces, yo también sonreí.

          - Sí, eso es lo único que importa.

          Los días fueron pasando placenteros para mí, pues contaba con la compañía de Marai y, de forma casi involuntaria, comencé a tejer una red con unas cuerdas que había encontrado en un rincón de mi choza. La facilidad con la que realicé mi labor me convenció una vez más de que, fuera quien fuese, me había dedicado a la pesca sin ninguna duda.

          Cargado con la red, me adentré en el mar, esa misma mañana, y la extendí, a pesar de que me habían dicho que los bancos de peces hacía mucho tiempo que habían desaparecido de esas costas.

          Después de un rato, me invadió la tristeza. Sentía que estaba a punto de recordar algo muy importante para mí pero, en el último momento, ese recuerdo siempre se esfumaba. Apreté los extremos de la red con todas mis fuerzas y de pronto, brotaron de mis ojos lágrimas de nostalgia por algo de lo que era incapaz de acordarme.

          El tirón de la red me avisó de que algunos peces se habían introducido en ella y comencé a arrastrarla hacia la orilla. El peso era enorme y tuve que llamar a unos muchachos que cogían lapas entre las rocas para que me ayudaran. Cuando conseguimos sacar la red fuera del agua, vimos que estaba llena a rebosar de peces y los jóvenes me miraron con una reverencia que me exasperó, así que me alejé de allí sin decir una sola palabra.

          Esa tarde esperé con impaciencia la llegada de Marai porque estaba deseoso de explicarle que no era algo raro el que los peces hubieran regresado a su antiguo caladero. Eso era algo que sucedía a menudo. Sobre todo deseaba convencerla de que yo no era el Salvador y, de esta forma, convencerme a mí mismo.

          A la hora acostumbrada vinieron a traerme la comida, pero no era Marai, sino otra muchacha la que dejó los alimentos junto a mí con una reverencia.

          - ¿Está enferma Marai? - pregunté inquieto.

          La muchacha negó con la cabeza sin mirarme a la cara.

          - ¿Por qué no ha venido entonces?

          - El anciano lo ha prohibido - contestó en voz baja.

          - ¿Por qué? - repetí cada vez más enfadado.

          La jovencita no contestó, se dio la vuelta y abandonó la cabaña apresuradamente.

          Salí tras ella para ir a hablar con el jefe del pueblo, al que encontré sentado delante de su casa comiendo uno de los peces que había pescado por la mañana.

          - ¿Has prohibido a Marai que venga a verme?

          - Así es - respondió con toda tranquilidad.

          - ¿Y cuál es el motivo? - inquirí intentando mantener la calma.

          - El motivo es que no es digna del Salvador.

          Intenté contestar airadamente pero él se adelantó.

          - Ni ella, ni ninguna otra. Tú eres el Salvador y no puedes amar a una sola mujer porque tu amor debe ser para todos igual. Si te casaras y tuvieras hijos, el poder que posees sería sólo para ellos y te desinteresarías por los demás.

          - Si es así como piensas no permaneceré ni un minuto más en este sitio.

          - No puedo permitir que te marches. Yo soy el jefe y debo hacer lo mejor para mi pueblo.

          - Dices que soy el Salvador. ¿Acaso no temes mi poder? - le dije lleno de rabia.

          - Sólo tienes poder para hacer el bien - me respondió con una sonrisa y entonces, me di cuenta de que estaba rodeado por sus hombres de confianza. Durante un momento le miré a los ojos pero no pude ver más que tristeza en ellos.

          Esa noche intenté huir al amparo de las sombras pero el anciano había ordenado montar guardia en torno a mi choza y me hicieron regresar. Solo en la oscuridad, me pregunté cuándo me dejarían partir. En los meses transcurridos desde mi llegada, el pueblo se había recuperado. Los pozos rebosaban de agua, el ganado había engordado y se veía lustroso y ahora, podían conseguir todos los peces que quisieran. Si de verdad creían que yo había realizado esos prodigios, ya no me necesitaban. O tal vez, querían mantenerme cautivo, como un ídolo viviente al que adorar y al que recurrir en circunstancias adversas.

          Yo no podía resignarme a llevar una vida como ésa. Sin conocer el amor, la intimidad con una mujer, sin nadie con quien compartir la alegría ni la tristeza. No, eso sería peor que haber muerto aquella mañana en el mar.

          Al día siguiente cogí la red y me adentré de nuevo en el mar. Cuando el agua me llegó al pecho, la solté y empecé a nadar mar adentro, alejándome más y más de la playa. Me volví un par de veces temiendo que alguien me hubiera visto e intentara hacerme regresar, pero nadie me seguía.  

          Por fin, casi agotado, dejé de nadar y floté en las cálidas aguas durante un momento. El cielo me pareció más azul que nunca y el olor del mar me envolvió  trayendo borrosos recuerdos de mi infancia. Y entonces comprendí que no quería morir, que era maravilloso estar vivo y poder contemplar la grandiosidad del mar, el prodigioso vuelo de las gaviotas sobre mi cabeza…

          Las lágrimas se mezclaron con el agua de mar que penetraba en mi garganta al hundirme, una vez que mis fuerzas flaquearon. Sin embargo, con un último esfuerzo, conseguí sacar la cabeza fuera del agua y entonces, divisé una pequeña barca muy cerca de mí.

          - ¡Papá! - gritó con gozoso asombro el muchacho que la manejaba.

          En ese instante recordé todo. Yo había tenido razón desde el principio. Sólo era un humilde pescador perdido en el mar. Y tenía familia, una esposa y un hijo a los que adoraba.

          Con la ayuda de mi hijo, subí a la barca y le abracé durante mucho rato. Luego, mientras le escuchaba contarme cómo había salido todos los días en mi busca seguro de que me encontraría, tomé el timón y puse rumbo a casa, sin mirar ni una sola vez, hacia el pueblo que me había tomado por su salvador, sin saber que yo sólo era un hombre como cualquiera de ellos.

11 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Hola, Billy. Me alegro mucho de que te haya gustado y, sobre todo, que seas capaz de interpretar tan bien lo que quiero decir con mis historias.
    No sé si has leído el relato: Flores en Shanidar pero si no lo has leído, te lo recomiendo porque creo que el tema te va a gustar. Y abajo del todo del blog, puedes oírlo en un programa de radio donde el presentador lo leyó. Besoss.

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jajaja, ojalá tuviera muchos más lectores como tú, Billy.

      Eliminar
    2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

      Eliminar
    3. Hola, Billy. Gran recomendación, Flores de Shanidar es un relato precioso.
      Gracias
      Besos

      Eliminar
  5. Hola, Minu. Hermoso relato, me ha emocionado.
    Muchas gracias por compartirlo.
    Besos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti por leerlo, Ana. Me alegro mucho de que te haya llegado a emocionar. Besoss.

      Eliminar
  6. Hola, Minu me encanto el relato muy bueno me encantan tus relatos y novelas no se como lo haces pero logras que tus lectores entren tanto en las historias asi sean cortas me encanta besos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Ono. Me gusta ser escueta con los relatos, escribir sólo lo necesario para ambientar la historia y dejar el resto a la imaginación del lector. Besoss.

      Eliminar