viernes, 14 de marzo de 2014

LA MUJER SIN NOMBRE

 
             El sol declinaba ese caluroso día de verano. El canto de las ranas comenzó a oírse desde el cercano estanque mientras los trinos de los pájaros se desvanecían poco a poco.
            Entonces, los últimos rayos del atardecer penetraron, por el ventanuco del establo, iluminando a los dos hombres que se esforzaban por ayudar a nacer al ternerillo. Tiraron de sus patas una vez más y el tembloroso animal salió del todo, mugiendo asustado, al contemplar por primera vez el mundo.
            El mayor de los dos hombres se incorporó y palmeó la espalda de su hermano menor. Luego, dejando a la madre lamiendo con paciencia a su ternerillo, abandonaron el establo para entrar en la casa blanca, construida al amparo de un enorme olmo.
            Los dos hermanos acababan de lavarse, cuando oyeron unos golpes en la puerta. Elas, el mayor abrió y contempló atónito a una mujer parada en el umbral y enmarcada por el rojo resplandor del ocaso.
            - ¿Qué deseas? ¿Te has perdido? - preguntó Elas -. En este bosque tan frondoso no es difícil que ocurra.
            La mujer lo miró fijamente durante un momento, luego sonrió.
            - Sí, me he perdido - respondió con voz suave -, pero no en el bosque. Hace mucho tiempo que me he extraviado.
            - Pasa y siéntate a la mesa, estábamos a punto de cenar - dijo Medín admirando su extraordinaria belleza.
            La joven caminó lentamente hasta la mesa. Su cuerpo esbelto y sus movimientos felinos recordaban a una pantera. Los ojos verdes y los oscuros cabellos hacían que se asemejara aún más al hermoso animal.
            Esa noche, la misteriosa mujer les contó que buscaba a un hombre al que debía algo, pero necesitaba descansar y los dos hermanos le ofrecieron su hogar para que permaneciera en él todo el tiempo que quisiera.
            Los días pasaron apaciblemente, en la pequeña granja junto al bosque, y poco a poco Elas y Medín fueron enamorándose de la extraña joven de la que no sabían nada. Ni siquiera quiso revelarles su nombre por más que ellos insistieron en saberlo.
            Elas era muy hábil modelando el barro y comenzó a hacer un busto de la muchacha. Todos los días, al terminar las faenas, se sentaban los dos bajo el viejo olmo y mientras charlaban, Elas daba forma al barro. Medín solía sentarse cerca de ellos, tocando la siringa distraídamente y observando atentamente los progresos de su hermano.
            Por fin, después de muchas horas de trabajo, Elas consideró que el busto estaba terminado. No debía darle ningún toque más, pues el parecido que había logrado era realmente sorprendente.
            En seguida llamó a su hermano para enseñarle su obra y éste la miró, con una extraña expresión en la cara, antes de sonreír.
            - Realmente has conseguido plasmar toda su hermosura.
            - Sí, he modelado sus facciones a la perfección, pero es imposible reflejar la intensidad de sus ojos verdes - repuso Elas pensativo.
            - Has hecho por mí más que ningún otro hombre - dijo la joven acercándose -. Has inmortalizado mi belleza.
            Al día siguiente, cuando se levantó, Elas fue a admirar una vez más el busto que había creado, pero lo encontró en el suelo hecho añicos.
            Se agachó a recogerlo y de pronto sintió la presencia de su hermano a su espalda, se giró y vio que Medín contemplaba los restos de su obra con una expresión, que le pareció, culpable.
            - Lo has roto tú, ¿no? - le preguntó.
            - No - respondió de inmediato su hermano -. Yo no lo he tocado.
            - Supongo que habrá sido un accidente - dijo Elas en voz baja -, no tiene importancia.
            Terminó de recoger los pedazos y se levantó pensando que, tal vez su
    hermano había sentido celos de su destreza, y por eso había roto el busto.
            El verano transcurría perezosamente mientras los hermanos se ocupaban de las tareas de la granja. Segaban la hierba, hacían hatos con ella y la almacenaban en el granero para el invierno; llevaban a las vacas a la montaña para que comieran los brotes más frescos y jugosos y reparaban el corral de piedras donde encerraban al ganado.
            Un día, Medín tocó, con la siringa, una melodía muy dulce mientras descansaban a la sombra de los árboles.
            - La he compuesto para ti - le dijo a la muchacha.
            - Es muy hermosa, te lo agradezco mucho - contestó ésta con una sonrisa.
            Elas no dijo nada y cuando su hermano le miró, esperando algún elogio, desvió la vista y siguió comiendo en silencio la manzana que tenía en la mano.
            Poco después, Medín descubrió que su siringa había desaparecido y, lleno de rabia, fue a buscar a su hermano.
            - ¿Dónde está? - le preguntó furioso.
            - ¿Dónde está el qué? - le miró asombrado Elas.
            - Lo sabes muy bien, has cogido mi siringa porque estás celoso. A ella le encantó la melodía que compuse y tú no has podido resistir la tentación de hacerme enmudecer para siempre - gritó Medín.
            - No sabes de lo que estás hablando - respondió Elas enfureciéndose también -. O quizá piensas eso porque es lo que harías tú. ¿Acaso no rompiste mi busto?
            - ¡No! - exclamó su hermano intentando calmarse. Nunca antes se habían peleado y, aunque estaba muy enfadado, no quería hacerlo ahora.
            - Bueno, dejémoslo - dijo Elas más tranquilo.
            - Sí, tienes razón - se mostró de acuerdo Medín -. Ya encontraré la siringa.
            Todo volvió aparentemente a la normalidad, pero el rencor había empezado a morder sus corazones y cada vez se distanciaban más y más. Ya no se sentaban en el porche al atardecer para charlar y bromear, ya nunca jugaban a los bolos, ni iban al río a bañarse juntos. Parecían dos extraños a los que, hasta cruzar una palabra, les resultaba difícil.
            A mediados de agosto, el calor se hizo insoportable y una noche que Medín no podía dormir, oyó ruidos en la habitación de su hermano. Se levantó sigilosamente y a través de la rendija de la puerta, vio a su hermano y a la joven yaciendo juntos. Medín se sintió invadido por el dolor y por los celos, pero volvió a su cuarto sin hacer ningún ruido y pasó el resto de la noche, con los ojos clavados en el techo, atormentado por lo que había visto.
            Por la mañana, se acercó a la muchacha dispuesto a aclarar las cosas de una vez por todas. Si ella, por fin, había elegido a Elas, él olvidaría su rencor, se tragaría los celos y le desearía a su hermano toda la felicidad del mundo.
            - Al fin te has decidido - le dijo en voz baja.
            - ¿A qué te refieres?
            - Os vi anoche - respondió Medín con impaciencia.
            La joven le miró con un gesto de dolor.
            - Pero eso no significa que le ame a él - susurró -. Elas insistió y yo me sentí obligada. Me habéis acogido en vuestro hogar y yo estoy muy agradecida.
            Medín la miró atónito.
            - ¿Quieres decir que él… - empezó, pero luego movió la cabeza -. No puedo creerlo, mi hermano jamás haría algo así.
            - ¿Crees que miento? - Ella le miró a los ojos cogiéndole de las manos -. Acaso no sabes que a quien amo es a ti.
            En ese momento, se abrió la puerta y apareció Elas con un cubo de leche recién ordeñada.
            - ¡Eres un miserable! - Medín se abalanzó sobre él haciendo que perdiera el equilibrio y derramara la leche por el suelo.
            - ¿Se puede saber qué te pasa? - le increpó Elas levantándose iracundo-. Estoy harto de tus estupideces.
            - ¡Defiéndete! - gritó su hermano menor comenzando a golpearle con los puños.
            Elas, más alto y corpulento, le apartó con un violento empujón.
            - Estás haciendo que pierda la paciencia. ¿Qué es lo que ocurre?
            - Te has aprovechado de ella - le escupió señalando a la muchacha -, pero no dejaré que vuelvas a hacerlo.
            - Estás loco si crees eso - Elas sujetó a su hermano por las muñecas cuando éste intentó atacarle de nuevo -. Ella me ama y lo que sucedió anoche, lo quisimos los dos.
            - ¡No es cierto! - gritó Medín -. Estabas celoso de nuestro amor y trataste de separarnos, pero no ha dado resultado. Ella y yo seremos felices y tú te quedarás solo, con tu rencor y tu despecho.
            Elas le miró sorprendido por la rabia que encerraban sus palabras y entonces, su hermano menor aprovechó la vacilación para soltarse y golpearle en el rostro.
            Elas se apoyó en la mesa, sintiendo cómo le hervía la sangre, y posó la mano sobre un cuchillo que antes no estaba allí. Los gritos de Medín le taladraban los oídos y los ojos estaban nublados por un velo rojo; apretó el cuchillo, hasta que los nudillos se volvieron blancos, y antes de darse cuenta de lo que iba a hacer, lo clavó en el vientre de su hermano.
            Éste abrió los ojos sorprendido, luego se llevó las manos a la herida y se deslizó lentamente al suelo.
            Elas vio horrorizado cómo la vida de su hermano se escapaba con la sangre que chorreaba del vientre y se dejó caer a su lado intentando contener la hemorragia. Sacó el cuchillo con cuidado y taponó la herida con su camisa, pero Medín apenas respiraba y un sudor frío perlaba su frente.
            - ¡Dios mío, no! - murmuró Elas agachando la cabeza.
Un roce de ropas le hizo recordar a la muchacha que había permanecido apartada y en silencio durante la pelea.
     Levantó la cabeza y vio la sonrisa en el rostro de la joven. Entonces, leyó en sus ojos la verdad.
            - Has sido tú ¿no? Tú lo has hecho todo.
            La muchacha no respondió.
            - ¿Quién eres? ¿Por qué has querido hacernos daño?
            - Mi nombre es Malicia - respondió con odio - y quiero que todos los hombres sufran tanto como ellos me han hecho sufrir a mí.
            - No permitiré que mi hermano muera por tu odio.
            Tomó la mano de Medín entre las suyas e intentó, con todas sus fuerzas, transmitirle su esencia vital, imploró a Dios que su vida le fuera arrebatada a cambio de la de su hermano, pues no le importaba morir, si él vivía de nuevo.
            Entonces, notó que la mano, que apretaba entre las suyas, se movía ligeramente y vio cómo los ojos de su hermano se abrían y le miraban con asombro. Pero Elas no podía decirle nada, volvió la cara y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
            - Es imposible - siseó la mujer sin poder creérselo.
            - No, míralo tú misma - Elas abrió la camisa de su hermano mostrando el vientre liso, sin ninguna herida -. El amor es más poderoso que la muerte, aunque tú no sabes nada de eso, tú has elegido el odio y la venganza.
            Ayudó a levantarse a su hermano y se dirigió hacia la joven que retrocedió asustada hasta chocar contra la pared. Entonces, Elas apoyó suavemente las manos en torno a su garganta y cuando las retiró, la palabra Malicia estaba grabada sobre su piel, como si fuese un collar.
            Cuando la muchacha vio que había quedado marcada, soltó un grito de angustia y huyó al bosque. Corrió entre los árboles, alejándose más y más, hasta que llegó a un lugar donde jamás volvería a ver a ningún hombre.


2 comentarios:

  1. Hola, Minu. Magnífico relato. Gracias por compartirlo.
    Besos

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  2. Muchas gracias por leerlo y comentarlo, Ana. Y me alegro de que te haya gustado. Besoss.

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