El
sol declinaba ese caluroso día de verano. El canto de las ranas comenzó a oírse
desde el cercano estanque mientras los trinos de los pájaros se desvanecían
poco a poco.
Entonces, los últimos rayos del
atardecer penetraron, por el ventanuco del establo, iluminando a los dos
hombres que se esforzaban por ayudar a nacer al ternerillo. Tiraron de sus
patas una vez más y el tembloroso animal salió del todo, mugiendo asustado, al
contemplar por primera vez el mundo.
El mayor de los dos hombres se
incorporó y palmeó la espalda de su hermano menor. Luego, dejando a la madre
lamiendo con paciencia a su ternerillo, abandonaron el establo para entrar en
la casa blanca, construida al amparo de un enorme olmo.
Los dos hermanos acababan de
lavarse, cuando oyeron unos golpes en la puerta. Elas, el mayor abrió y
contempló atónito a una mujer parada en el umbral y enmarcada por el rojo
resplandor del ocaso.
- ¿Qué deseas? ¿Te has perdido? -
preguntó Elas -. En este bosque tan frondoso no es difícil que ocurra.
La mujer lo miró fijamente durante
un momento, luego sonrió.
- Sí, me he perdido - respondió con
voz suave -, pero no en el bosque. Hace mucho tiempo que me he extraviado.
- Pasa y siéntate a la mesa,
estábamos a punto de cenar - dijo Medín admirando su extraordinaria belleza.
La joven caminó lentamente hasta la
mesa. Su cuerpo esbelto y sus movimientos felinos recordaban a una pantera. Los
ojos verdes y los oscuros cabellos hacían que se asemejara aún más al hermoso
animal.
Esa noche, la misteriosa mujer les
contó que buscaba a un hombre al que debía algo, pero necesitaba descansar y
los dos hermanos le ofrecieron su hogar para que permaneciera en él todo el
tiempo que quisiera.
Los días pasaron apaciblemente, en
la pequeña granja junto al bosque, y poco a poco Elas y Medín fueron
enamorándose de la extraña joven de la que no sabían nada. Ni siquiera quiso
revelarles su nombre por más que ellos insistieron en saberlo.
Elas era muy hábil modelando el
barro y comenzó a hacer un busto de la muchacha. Todos los días, al terminar
las faenas, se sentaban los dos bajo el viejo olmo y mientras charlaban, Elas
daba forma al barro. Medín solía sentarse cerca de ellos, tocando la siringa
distraídamente y observando atentamente los progresos de su hermano.
Por fin, después de muchas horas de
trabajo, Elas consideró que el busto estaba terminado. No debía darle ningún
toque más, pues el parecido que había logrado era realmente sorprendente.
En seguida llamó a su hermano para
enseñarle su obra y éste la miró, con una extraña expresión en la cara, antes
de sonreír.
- Realmente has conseguido plasmar
toda su hermosura.
- Sí, he modelado sus facciones a la
perfección, pero es imposible reflejar la intensidad de sus ojos verdes -
repuso Elas pensativo.
- Has hecho por mí más que ningún
otro hombre - dijo la joven acercándose -. Has inmortalizado mi belleza.
Al día siguiente, cuando se levantó,
Elas fue a admirar una vez más el busto que había creado, pero lo encontró en
el suelo hecho añicos.
Se agachó a recogerlo y de pronto
sintió la presencia de su hermano a su espalda, se giró y vio que Medín
contemplaba los restos de su obra con una expresión, que le pareció, culpable.
- Lo has roto tú, ¿no? - le
preguntó.
- No - respondió de inmediato su
hermano -. Yo no lo he tocado.
- Supongo que habrá sido un
accidente - dijo Elas en voz baja -, no tiene importancia.
Terminó de recoger los pedazos y se
levantó pensando que, tal vez su
hermano había sentido celos de su destreza,
y por eso había roto el busto.
El verano transcurría perezosamente
mientras los hermanos se ocupaban de las tareas de la granja. Segaban la
hierba, hacían hatos con ella y la almacenaban en el granero para el invierno;
llevaban a las vacas a la montaña para que comieran los brotes más frescos y
jugosos y reparaban el corral de piedras donde encerraban al ganado.
Un día, Medín tocó, con la siringa,
una melodía muy dulce mientras descansaban a la sombra de los árboles.
- La he compuesto para ti - le dijo
a la muchacha.
- Es muy hermosa, te lo agradezco
mucho - contestó ésta con una sonrisa.
Elas no dijo nada y cuando su
hermano le miró, esperando algún elogio, desvió la vista y siguió comiendo en
silencio la manzana que tenía en la mano.
Poco después, Medín descubrió que su
siringa había desaparecido y, lleno de rabia, fue a buscar a su hermano.
- ¿Dónde está? - le preguntó
furioso.
- ¿Dónde está el qué? - le miró
asombrado Elas.
- Lo sabes muy bien, has cogido mi
siringa porque estás celoso. A ella le encantó la melodía que compuse y tú no
has podido resistir la tentación de hacerme enmudecer para siempre - gritó
Medín.
- No sabes de lo que estás hablando
- respondió Elas enfureciéndose también -. O quizá piensas eso porque es lo que
harías tú. ¿Acaso no rompiste mi busto?
- ¡No! - exclamó su hermano
intentando calmarse. Nunca antes se habían peleado y, aunque estaba muy
enfadado, no quería hacerlo ahora.
- Bueno, dejémoslo - dijo Elas más
tranquilo.
- Sí, tienes razón - se mostró de
acuerdo Medín -. Ya encontraré la siringa.
Todo volvió aparentemente a la
normalidad, pero el rencor había empezado a morder sus corazones y cada vez se
distanciaban más y más. Ya no se sentaban en el porche al atardecer para
charlar y bromear, ya nunca jugaban a los bolos, ni iban al río a bañarse
juntos. Parecían dos extraños a los que, hasta cruzar una palabra, les
resultaba difícil.
A mediados de agosto, el calor se
hizo insoportable y una noche que Medín no podía dormir, oyó ruidos en la
habitación de su hermano. Se levantó sigilosamente y a través de la rendija de
la puerta, vio a su hermano y a la joven yaciendo juntos. Medín se sintió
invadido por el dolor y por los celos, pero volvió a su cuarto sin hacer ningún
ruido y pasó el resto de la noche, con los ojos clavados en el techo,
atormentado por lo que había visto.
Por la mañana, se acercó a la
muchacha dispuesto a aclarar las cosas de una vez por todas. Si ella, por fin,
había elegido a Elas, él olvidaría su rencor, se tragaría los celos y le
desearía a su hermano toda la felicidad del mundo.
- Al fin te
has decidido - le dijo en voz baja.
- ¿A qué te
refieres?
- Os vi
anoche - respondió Medín con impaciencia.
La joven le
miró con un gesto de dolor.
- Pero eso no significa que le ame a
él - susurró -. Elas insistió y yo me sentí obligada. Me habéis acogido en
vuestro hogar y yo estoy muy agradecida.
Medín la
miró atónito.
- ¿Quieres
decir que él… - empezó, pero luego movió la cabeza -. No puedo creerlo, mi
hermano jamás haría algo así.
- ¿Crees que
miento? - Ella le miró a los ojos cogiéndole de las manos -. Acaso no sabes que
a quien amo es a ti.
En ese
momento, se abrió la puerta y apareció Elas con un cubo de leche recién
ordeñada.
- ¡Eres un
miserable! - Medín se abalanzó sobre él haciendo que perdiera el equilibrio y
derramara la leche por el suelo.
- ¿Se puede saber qué te pasa? - le
increpó Elas levantándose iracundo-. Estoy harto de tus estupideces.
- ¡Defiéndete! - gritó su hermano
menor comenzando a golpearle con los puños.
Elas, más alto y corpulento, le
apartó con un violento empujón.
- Estás haciendo que pierda la
paciencia. ¿Qué es lo que ocurre?
- Te has aprovechado de ella - le
escupió señalando a la muchacha -, pero no dejaré que vuelvas a hacerlo.
- Estás loco si crees eso - Elas
sujetó a su hermano por las muñecas cuando éste intentó atacarle de nuevo -.
Ella me ama y lo que sucedió anoche, lo quisimos los dos.
- ¡No es cierto! - gritó Medín -.
Estabas celoso de nuestro amor y trataste de separarnos, pero no ha dado
resultado. Ella y yo seremos felices y tú te quedarás solo, con tu rencor y tu
despecho.
Elas le miró sorprendido por la
rabia que encerraban sus palabras y entonces, su hermano menor aprovechó la
vacilación para soltarse y golpearle en el rostro.
Elas se apoyó en la mesa, sintiendo
cómo le hervía la sangre, y posó la mano sobre un cuchillo que antes no estaba
allí. Los gritos de Medín le taladraban los oídos y los ojos estaban nublados
por un velo rojo; apretó el cuchillo, hasta que los nudillos se volvieron
blancos, y antes de darse cuenta de lo que iba a hacer, lo clavó en el vientre
de su hermano.
Éste abrió los ojos sorprendido,
luego se llevó las manos a la herida y se deslizó lentamente al suelo.
Elas vio horrorizado cómo la vida de
su hermano se escapaba con la sangre que chorreaba del vientre y se dejó caer a
su lado intentando contener la hemorragia. Sacó el cuchillo con cuidado y
taponó la herida con su camisa, pero Medín apenas respiraba y un sudor frío
perlaba su frente.
- ¡Dios mío, no! - murmuró Elas
agachando la cabeza.
Un
roce de ropas le hizo recordar a la muchacha que había permanecido apartada y
en silencio durante la pelea.
Levantó la cabeza y vio la sonrisa en el
rostro de la joven. Entonces, leyó en sus ojos la verdad.
- Has sido tú ¿no? Tú lo has hecho
todo.
La muchacha no respondió.
- ¿Quién eres? ¿Por qué has querido
hacernos daño?
- Mi nombre es Malicia - respondió
con odio - y quiero que todos los hombres sufran tanto como ellos me han hecho
sufrir a mí.
- No permitiré que mi hermano muera
por tu odio.
Tomó la mano de Medín entre las
suyas e intentó, con todas sus fuerzas, transmitirle su esencia vital, imploró
a Dios que su vida le fuera arrebatada a cambio de la de su hermano, pues no le
importaba morir, si él vivía de nuevo.
Entonces, notó que la mano, que
apretaba entre las suyas, se movía ligeramente y vio cómo los ojos de su
hermano se abrían y le miraban con asombro. Pero Elas no podía decirle nada,
volvió la cara y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
- Es imposible - siseó la mujer sin
poder creérselo.
- No, míralo tú misma - Elas abrió
la camisa de su hermano mostrando el vientre liso, sin ninguna herida -. El
amor es más poderoso que la muerte, aunque tú no sabes nada de eso, tú has
elegido el odio y la venganza.
Ayudó a levantarse a su hermano y se
dirigió hacia la joven que retrocedió asustada hasta chocar contra la pared.
Entonces, Elas apoyó suavemente las manos en torno a su garganta y cuando las
retiró, la palabra Malicia estaba
grabada sobre su piel, como si fuese un collar.
Cuando la muchacha vio que había
quedado marcada, soltó un grito de angustia y huyó al bosque. Corrió entre los
árboles, alejándose más y más, hasta que llegó a un lugar donde jamás volvería
a ver a ningún hombre.
Hola, Minu. Magnífico relato. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarBesos
Muchas gracias por leerlo y comentarlo, Ana. Y me alegro de que te haya gustado. Besoss.
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