martes, 8 de diciembre de 2020

LA CARTA


Por fin dejó de llover y unos tímidos rayos de sol acariciaron los tejados de pizarra y los adoquines de las estrechas calles de Ucedo. Celia miró su cartera y sonrió, había repartido todas las cartas y aún era temprano. Sin embargo, sin saber por qué, metió de nuevo la mano en el interior de la cartera y la paseó por el suave cuero hasta que rozó un trozo de papel y sacó una última carta que no había entregado.

           En el sobre sólo habían escrito “Mamá Tecla” con una letra claramente infantil y tenía pegados muchos sellos. Eran los más hermosos que había visto nunca, de un realismo sorprendente, y todos con caras de niños que parecían mirarla directamente a los ojos.

           Estuvo mirando la carta durante mucho tiempo y le pareció que las expresiones de los niños cambiaban de forma casi imperceptible y que incluso, cuando dejaba de mirar por un momento, algunas de las caras habían variado de postura.

           Intrigada y asustada, guardó la carta y se encaminó a casa, pero no pudo dejar de ver en su imaginación los sellos y por la noche soñó con niños que le pedían ayuda y lloraban desconsolados.

           Al día siguiente, volvió a mirar la carta y pensó que las caras de los niños estaban más tristes que el día anterior y decidió que, de una manera u otra, encontraría a Mamá Tecla y le entregaría la carta.

           Ese día, mientras repartía el correo, preguntó en todas las casas si alguien conocía a Tecla, pero nadie había oído hablar de ella. Sin embargo, Celia no cejó en su empeño y continuó con su búsqueda durante los siguientes días, pues los niños de los sellos cada vez estaban más tristes y una vez, incluso creyó ver a uno llorar.

           Una tarde, después de repartir el correo, fue a visitar al viejo párroco que conocía a todo el mundo.

 - Buenos días, don Tomás.

- Buenos días, Celia. ¿Me traes alguna carta?

Al notar el tono esperanzado en su voz, Celia se apenó por tener que desilusionarlo.

- No, sólo he venido para hacerle una pregunta.

- Bueno, hace mucho tiempo que no recibo cartas, ya nadie se acuerda de mi.

- No diga eso, don Tomás. Verá como pronto le llega alguna carta de sus parientes.

- Dios te oiga. ¿Qué querías preguntarme?

- ¿Conoce a alguna señora que se llame Tecla?

- Tecla…Creo que sí. Conozco a una Tecla pero hace mucho tiempo que no la veo. Vive en una granja apartada pero puedo indicarte el camino.

Después de oír las explicaciones del párroco,  Celia se dirigió hacia allí.

La casa se encontraba escondida detrás de un bosquecillo de olmos y parecía deshabitada. Celia llamó varias veces a la puerta sin resultado, pero cuando se disponía a rodear la casa para buscar en la parte de atrás, la puerta se abrió lentamente. Una anciana de cabellos blancos y rostro arrugado la miró en silencio y durante un momento, la cartera, la miró a su vez. Y al observar su expresión atormentada, comprendió que las profundas arrugas que surcaban ese rostro no se debían únicamente a la edad.

Todavía sin decir palabra, Celia le tendió la carta porque, en cuanto la vio, estuvo segura de que la anciana era la destinataria. Ésta la cogió y cuando la miró, su cara se tornó más blanca que la cal y se tambaleó; sin embargo, apretó los labios y rasgó el sobre.

A medida que iba leyendo, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas y cuando terminó, los cerró con fuerza sin dejar de llorar.

Celia entonces, se acercó y la tomó del brazo con suavidad.

- ¿Se encuentra bien?

Tecla depositó la carta en sus manos y se sentó en una vieja mecedora, aguardando a que la leyera.

“Querida mamá Tecla: Te perdono. A pesar de lo que hiciste, nunca fuiste mala conmigo. Muchas veces pasaste hambre para que yo comiera un poco más, rompiste tus vestidos para hacerme ropa a mi y me cuidaste cuando estuve enfermo.

Pero sé que llegó un momento que no pudiste soportar más las penalidades y además yo no era tu hijo de verdad. También sé que después de lo que pasó no hubo ni un instante de tu vida en el que no te arrepintieras ni sufrieras por ello. Desde entonces, no has tenido ni un momento de sosiego y ahora quiero que todo eso acabe y que por fin encuentres la paz.”.

Celia miró a la anciana llena de asombro y Tecla le indicó con un gesto el sillón que estaba a su lado.

- Siéntate si quieres oír una historia terrible.

Aguardó a que Celia se acomodara y comenzó su relato.

“Cuando era joven siempre creí en el verdadero amor y no me importó esperar para conseguirlo. Y cuando conocí a Juan, en seguida supe que lo había hallado y, aunque era viudo y tenía un hijo pequeño, no dudé ni un instante en casarme con él.

Durante ocho meses fuimos muy felices los tres y te juro que llegué a querer al niño de verdad. Pero después, Juan murió y nos quedamos solos, su hijo y yo, al frente de la granja. Yo nunca he sido fuerte y su hijo sólo era un niño, así que el trabajo resultaba muy duro. Al morir la única vaca que nos quedaba, pensé que no podríamos sobrevivir y enloquecí.

Comencé a sentir rencor hacia el niño porque no era hijo mío y, sin embargo, tenía que trabajar mucho más para sacarlo adelante. Y mi odio creció más y más cada día.

Y por fin, una tarde que regresaba a casa agotada después de una larga jornada en el campo, le vi sacando agua del pozo y me acerqué en silencio, le cogí por los tobillos y le arrojé dentro.

Cuando me di cuenta de lo que había hecho, me desperté de mi locura y me arrepentí amargamente durante todo el resto de mi vida y ya han pasado sesenta años desde entonces. No he tenido ni un instante de paz hasta ahora…”.

La cartera se marchó sin decir nada. A través de ella, Tecla había conseguido el ansiado perdón, pero no se sentía capaz de pronunciar ninguna palabra de consuelo.

Dos días después de escuchar la confesión, Celia fue a llevar una carta a casa de don Tomás y éste le contó que la anciana había muerto.

- Fui a verla después de que tú me preguntaras por ella y la encontré en su cama, con una expresión plácida en el rostro, como si estuviera dormida.


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