“No te muevas de ahí”. Todavía oía la voz de su madre susurrándole
estas palabras a toda prisa. “No hagas ruido y no bajes hasta que tu padre o yo
vengamos a buscarte”. Muerto de miedo, había hecho lo que su madre le dijo. No
se había movido a pesar del ruido, de los golpes, de los gritos. Tampoco bajó
cuando reinó el silencio. Permaneció en la buhardilla esperando a que sus
padres subieran a buscarle. Mas, nadie subió.
Los días pasaron
pero él siguió sin moverse de su escondite. Tenía todo el agua que quería
gracias a un enorme depósito que recogía la lluvia. Ya se había acostumbrado a
cazar y comerse crudas las ratas que correteaban por la buhardilla. Y además
comía insectos y las hojas de los dientes de león que crecían entre las tejas.
Al transcurrir el
tiempo, las ratas llegaron a considerarlo uno de los suyos, y empezaron a
obedecer sus órdenes. Un estrecho vínculo se forjó entre él y las ratas que le
consideraban su líder, pues durante años, ellas fueron su única compañía.
Un día de finales
de otoño, cuando los árboles habían perdido ya todas sus hojas, escuchó voces
en la casa y por un momento pensó que, al fin, sus padres habían regresado,
pero en seguida se dio cuenta de que eran voces desconocidas. Hacía mucho tiempo
que estaba encerrado en la buhardilla en completa soledad, salvo por la
presencia de las ratas, pero aún así no se atrevió a bajar. Y sólo cuando se
hizo de noche y el silencio fue absoluto se decidió a salir para averiguar
quién había entrado en su morada.
Silenciosamente
bajó la escalera y recorrió la casa pero estaba vacía. A partir de ese día,
escuchó voces todos los días pero cuando bajaba por la noche la casa volvía a
estar solitaria.
Sin embargo, una noche varias semanas después, abrió
la puerta de la habitación que había sido suya y vio a una persona acostada en
la cama. Se acercó muy despacio y a la luz de la luna pudo observar su cara.
Era una mujer muy hermosa y sintió que le palpitaba el corazón muy de prisa,
aunque no supo porqué. Se inclinó para mirarla más de cerca y aspiró el olor de
su cuerpo. Esto le hizo estremecer y vacilando extendió una mano para tocar ese
rostro terso, perfecto. Antes de que sus manos oscuras llegaran a rozar la
blanca piel, la joven se despertó y gritó aterrorizada.
Él retrocedió con
un sobresalto, pero inmediatamente después, se abalanzó sobre ella y de un
mordisco le desgarró el cuello. Las ratas que le acompañaban saltaron
inmediatamente sobre el cuerpo para lamer la sangre que brotaba de la herida y
para arrancar trozos de carne con sus poderosas mandíbulas.
Él no intentó
impedírselo, pero se dio la vuelta y se alejó de allí. De nuevo en el desván,
recordó la cara de la mujer dormida y apretó los puños. No había querido
matarla, pero cuando gritó, él actuó por instinto. No debía hacer ruido.
Recordaba muy bien las palabras de su madre.
Durante unos días
no sucedió nada pero, al cabo de un mes aproximadamente, volvió a oír ruidos
abajo. Voces y golpes que le recordaron lo que había sucedido hacía ya tanto
tiempo.
En una ocasión, las
voces y las pisadas comenzaron a subir la escalera y él se agazapó en un rincón
aterrorizado. Los desconocidos iban a subir a su buhardilla y le descubrirían.
No podía permitirlo. Se acercó al ventanuco del techo y lo abrió sin hacer
ruido, luego se introdujo por él para salir al tejado y volvió a cerrarlo. No
consiguió ver a los que subieron a la buhardilla, pero después de un rato, los
ruidos cesaron y pudo volver a entrar.
Pasó mucho tiempo y
la casa volvió estar silenciosa, hasta que finalmente, escuchó otras voces.
Esta vez, sin embargo, no bajó a conocer a los nuevos inquilinos. Pero, una
mañana escuchó suaves pisadas en la escalera y vio cómo se abría lentamente la
puerta; se escondió detrás del depósito del agua y vio avanzar a una silueta.
Cuando se giró en su dirección, observó que era otra mujer, sin embargo, ésta
no era hermosa sino vulgar y tampoco era demasiado joven. Mas sus ojos, oscuros
y luminosos, irradiaban bondad.
La mujer miró a su
alrededor y suspiró. Una rata corrió junto a ella sobresaltándola, pero ella,
no gritó.
Al día siguiente,
subió de nuevo y se sentó en una vieja mecedora y mientras se balanceaba
suavemente, cantaba para sí una cancioncilla y le daba vueltas a una alianza
entre los dedos. Él, en seguida, se dio cuenta que no era suya ya que, por más que se la probaba en cada
dedo, le venía grande.
Todas las tardes
subía un rato y se mecía en la silla, mientras canturreaba en voz baja. Apenas
hacía ruido, y él se acostumbró pronto a su presencia y le gustaba escuchar su
dulce voz desde su escondrijo detrás del depósito. Las ratas también perdieron el
miedo y correteaban cerca de sus pies sin que a ella pareciera importarle.
Diana. Él había
oído su nombre de labios de la otra mujer que vivía con ella. Muchas veces oía
la voz áspera de la otra mujer más mayor, siempre haciéndole continuas
recriminaciones a Diana, gritándole, regañándole.
Una noche, sus
gritos se elevaron hasta permitirle oír las palabras desde la buhardilla.
“Todo ha sido culpa
tuya. Yo te dije que no era de fiar, pero tú no quisiste escucharme. Le
permitiste que cogiera nuestros ahorros para comprar una casa en la viviríamos
los tres, después de vuestra boda. Y ¿qué casa compró? Se largó con el dinero
dejándote en el altar vestida de blanco. ¡Cómo se rieron todos los invitados de
ti! Y ahora, mira en qué casa tenemos que vivir. Una ruina que nadie ha querido
porque se han cometido crímenes horrendos en ella. ¿No recuerdas? Aquel abogado
y su esposa que fueron asesinados durante la guerra, y, hace poco, también
murió una enfermera en extrañas circunstancias. Dicen que la mataron las ratas.
Y nosotras tenemos que vivir aquí por tu culpa.
Los gritos eran
cada vez más fuertes y él comenzó a ponerse nervioso. No podía haber ruido. Su
madre lo había dicho. Cuando los gritos se apagaron, bajó la escalera y
recorrió la casa en silencio hasta dar con la habitación de la otra mujer.
Abrió la puerta y la vio de espaldas preparándose para dormir. Siempre
silenciosamente, la cogió la cabeza y se la inclinó hacia atrás hasta que
escuchó un sonido desagradable. Entonces, dejó que se deslizara, muy despacio,
hasta el suelo y, las ratas que siempre le acompañaban, se abalanzaron sobre el
cuerpo.
Un rato después de
que regresara a su escondite, oyó unos ligeros pasos que subían la escalera y
Diana abrió la puerta del desván.
- Sé que estás ahí.
Deja que te vea.
Él salió mirándola
con cautela.
- ¿Por qué has
matado a mi hermana? Siempre creíste que te odiaba, pero eso no es cierto. Sólo
estaba celosa de nuestro amor.
Él no entendía nada
de lo que decía pero su voz dulce le tranquilizaba porque le recordaba la de su
madre.
- Yo sabía que no
me habías abandonado, Sebastián. Estabas buscando nuestra casa y al fin la
encontraste. Éste es nuestro hogar y aquí seremos felices los dos.
Diana se acercó a
él y le acarició el pelo enredado y la barba sucia y enmarañada.
- No te preocupes.
Yo lo arreglaré todo y nadie sabrá lo que ha pasado. No voy a dejar que nadie
te haga daño.
Esas palabras sí
las entendió, era lo que le había dicho su madre antes de cerrar la puerta de
la buhardilla por última vez. Intentó decir algo pero de su garganta sólo salió
un gruñido ronco y desagradable.
Diana posó sus
labios sobre los de él, acallando sus intentos de hablar. Entonces, él la tomó
en sus brazos y la llevó hasta el montón de mantas que le servían de lecho y
ella le ayudó a descubrir un placer que nunca antes había experimentado.
Antes del amanecer,
hicieron un hoyo en el jardín y enterraron a la hermana de Diana. Al día
siguiente, ésta plantó un fresno sobre la tumba porque crecería rápidamente y
proporcionaría una agradable sombra al jardín.
Los días
transcurrieron plácidamente y nadie les molestó. Diana salía a comprar, pero en
seguida regresaba junto a su amado. Éste la esperaba sin impaciencia,
acostumbrado como estaba a la soledad.
Pero una mañana de
finales de abril, apareció un policía pidiendo información sobre su hermana y
un hombre que algunos vecinos habían visto en la casa. Diana le alejó con
evasivas y, aunque supo que regresaría, fueron incapaces de abandonar su hogar.
Dos días más tarde,
numerosos policías rodearon la casa conminándoles a salir. Él cogió en sus
brazos a Diana y subió al tejado, mientras las ratas atacaban a los policías
que intentaban entrar en la casa.
Los disparos
sonaban a su alrededor, mientras corría sobre las resbaladizas tejas.
Finalmente, tomó impulso y saltó a un camión de basura que pasaba junto a la
casa. Siempre con Diana abrazada a él, bajó del camión y corrió por las
estrechas callejuelas, guiado por tres o cuatro ratas.
Al final de un
callejón, las ratas le condujeron hasta una alcantarilla y él se metió dentro, apretando
el cuerpo de Diana contra el suyo. Una luz rojiza permitía ver los túneles
anegados de agua pestilente y el angosto
reborde que permanecía relativamente seco. Allí aflojó el brazo que sujetaba a
Diana y por primera vez se dio cuenta de la extraña inmovilidad de ella.
También notó entonces la sustancia viscosa que le empapaba el pecho.
Apartó suavemente a
la mujer y vio la herida que le había causado la muerte. Un rugido de cólera y
dolor subió por su garganta, pero logró reprimirlo. No debía hacer ruido o
podrían encontrarlo. Besó los labios fríos de Diana por última vez y la arrojó
a las oscuras aguas.
A partir de esa
noche, nadie estuvo a salvo en la ciudad. Cuando oscurecía se cometían los
crímenes más horribles sin que nadie fuera capaz de detenerlos. Familias
enteras morían despedazadas sin importar su clase social, ni su religión, ni su
edad.
La policía no podía
imaginar ningún móvil. Eran asesinatos al azar, en cualquier lugar de la ciudad
y sin relación alguna.
Por fin, la noche
de San Silvestre, un agente que hacía su ronda vio salir a un hombre por la
ventana de una casa y le siguió. Descubrió que se escondía en las alcantarillas
y entonces, la policía trazó un plan para atraparle.
Inutilizaron todas
las salidas, excepto una y luego arrojaron a los túneles un líquido inflamable,
que a continuación prendieron. Al poco rato, millares de ratas, envueltas en
llamas, salieron por la única boca abierta. Varios agentes se acercaron con las
armas preparadas, pero ningún hombre salió de ese infierno abrasador y, después
de revisar varias veces los túneles, le dieron por muerto.
No hubo más
crímenes y las ratas desaparecieron de las calles. Sin embargo, hay quien dice
que ha visto una sombra moviéndose por el desván de la vieja casa del hombre
rata.
Hala aun no habia visto este relato, es casi tan terrorifico como la niña polilla *-*
ResponderEliminarAdemás este hombre rata sale con mi amiga Diana, y me parece muy bien que esten tan enamorados, aunque ella se merece a alguno que se duche de vez en cuando -.-
jajajaja es un relato genial Minu, me parece que podrias poner algo asi en halloween! Son fantasticos tus relatos! Besos
Saito, La niña polilla no es de terror ¬¬. Y pobre de tu amiga Diana si saliera de verdad con el hombre rata, jajajaaj. Aún tengo algunos relatos más de terror y guardaré alguno para Halloween. Besoss.
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ResponderEliminarHola, Billy, sí se refiere a esa guerra. Pero los padres no lo tenían recluido en el altillo, lo escondieron ahí para salvarlo porque sabían que iban a matarlos y pensando en que alguno de los dos conseguiría escapar y volver a buscarlo, pero no fue así.
ResponderEliminarMe gusta que seas capaz de ver tú también el relato tal y como lo imaginé, como una de esas pelis de terror antiguas. Besoss
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